El viernes pasado vi por enésima vez la representación musical de Los Miserables, la inmortal obra de Víctor Hugo. La música apasiona, el tema encandila. La he disfrutado gracias a su puesta en escena por elencos artísticos de primer orden — Londres, Nueva York, Washington. Esta vez hice el viaje imaginario con los estudiantes de teatro del colegio secundario del condado donde vivo. No tiene importancia alguna. Las emociones que la obra despierta son exactamente las mismas.
La obra fascina porque en su personaje central, Jean Valjean, el reo que se convierte en hombre de bien y ejemplar ciudadano, constato la posibilidad de una auténtica transformación de una persona. Muchos dirán que eso sucede solamente en las novelas. A ellos les quiero recordar que las grandes novelas expresan grandes verdades. Por ejemplo, la grandeza del ser humano. Si esta grandeza la reconoce un gran escritor, quiere decir que también es suya, amable lector. Descúbrala, no se deje amilanar por las miserias que creamos y padecemos a diario.
En esta oportunidad viví una experiencia totalmente diferente: si bien es cierto Jean Valjean ilustra cómo se transforma la vida de una persona, nunca antes había reparado que también nos da luces sobre la muerte. El hombre que purgó una condena de 19 años por robar un mendrugo de pan parte en paz desprendido de sus logros como empresario y alcalde pero, sobre todo, de su amor paternal por la hija que adoptó y que fue fuente de su renacimiento. Partió sin amargura, con total desprendimiento, sin ninguna expectativa de reconocimiento. Pero porque casi 160 años después nos sigue iluminando, nosotros sí le guardamos reconocimiento. Y agradecimiento. A muchos nos gustaría morir así.
Al mismo tiempo, la novela nos hace reflexionar sobre muertes que son verdaderamente trágicas. El inspector Javert, némesis de Jean Valjean, se suicida porque no atina a comprender, menos a aceptar, que su Dios, la ley, no ofrece ni consuelo ni certeza ante los valores supremos de comprensión, compasión y perdón que Valjean naturalmente encarna. No puede entender que un ex delincuente puede ser un hombre bueno y lo desorienta, fatalmente, que un hombre apegado a la ley necesariamente no lo es. El conflicto interior es insoportable y por eso se quita la vida.
El trágico deceso del ex presidente peruano Alan García informa la incomprensión y la poca reflexión que tenemos sobre el suicidio. Que haya dado su paso final sin ponerse a derecho y sin dar cuartel as sus numerosos adversarios ha despertado indignación en muchos y, me temo, celebración y burla en muchos más. Esto lo encuentro moralmente inaceptable. Ni la hipótesis más razonable sobre las causas que lo llevaron a tomar esta terrible decisión da espacio a un “análisis” de los demonios internos – miedos, angustias, ansiedades, amarguras, odios, desprecios, lamentos – que seguramente lo acompañaron hasta el último momento. Profundas emociones que en cualquier persona delatan horroroso sufrimiento. Ante ellos, lo correcto es quedarse callado.
Pero, en parte, no nos quedamos callados porque la sociedad peruana vive en guerra. En la otra orilla el intento de construir un martirologio en la figura del ex presidente es también igualmente inaceptable. Nada más fallecido, sus portavoces calificaron su suicidio como un acto de bravura y honor frente a un supuesto atropello judicial. Un connotado sociólogo sostuvo que su sacrificio fue un acto de coraje moral, un llamado a la rebelión en contra de una dictadura judicial que conculca derechos básicos del ciudadano. Implícitamente entonces le atribuye al ex mandatario su adhesión a un valor superior que trasciende diferencias ideológicas y políticas con sus adversarios. Nada más lejos de la verdad, infortunadamente: Alan García nunca denunció los largos meses de prisión preventiva que Ollanta Humala y su esposa pasaron en la cárcel. Como estudioso y practicante de la esgrima maquiavélica, fue implacable con sus enemigos políticos.
No se puede hacer una caricatura de un hombre que fue, en esencia, un auténtico “animal político.” De un personaje que, para bien o para mal, fusionó en un solo Dios el culto y ejercicio del poder político con un narcisismo único que siempre lo alejó de la autocrítica. Más allá del balance de su gestión pública, lo que es incuestionablemente cierto es que pasará a la historia como una figura trágica. Hasta el final proclamó su inocencia – “otros se venden, yo no.” ¿Por qué optó por poner fin a su vida en vez de enfrentar los serios cargos que le imputaban? ¿Por qué desechó la oportunidad de hacer de su detención una tribuna para proclamar y comprobar su inocencia, como para defender la dignidad de ciudadanos que están injustamente detenidos? ¿Por qué escoger el escape de la muerte para evitar que sus numerosos enemigos se solazaran con su detención? ¿Por qué el imaginado regocijo de ellos es intolerable? ¿Por qué empoderarlos rindiendo la vida? ¿No constituye todo esto una auténtica tragedia?
La tragedia no es menor aun en el marco de las recientes confesiones de colaboradores cercanos que delatan su culpabilidad – “otros se venden, yo también.” Tragedia para el país que gobernó en dos oportunidades porque nos privó de la oportunidad de constatar una vez más el flagrante engaño al cual nos tiene acostumbrado una clase política totalmente desacreditada y así, con ello, apurar la reconstrucción de una sociedad que a gritos reclama intolerancia frente al cohecho.
Y tragedia para él mismo porque vaya, pobre hombre, no se abrió a los espacios íntimos de la serena introspección que da lugar a la resignada aceptación de desaciertos morales que muchos líderes cometen. Pobre hombre, no pudo pensar que el perdón es esencia de la condición humana. Su Dios fue diferente al de Javert pero, como él, no supo imaginar que las semillas de la redención estaban inmediatamente a su alcance. Tan solo en un momento de silente, humilde reflexión.
Pobre hombre. No pudo o quiso sopesar que su fatal decisión iría a dejar a sus compatriotas tan o más enconados que antes. Más alejados de la grandeza de Jean Valjean y más cerca de la pequeñez de los tantos que protagonizan la vida política del país. De los mismos que, más de siglo y medio después, podemos encontrarlos retratados en las páginas de Los Miserables.