Los hallazgos de la investigación judicial del estado de Pensilvania sobre los abusos del clero son escalofriantes. Durante décadas no menos de un millar de seres humanos fueron víctimas de trescientos (sí, 300) sacerdotes pederastas amparados por sus superiores. Entre ellos niños y niñas de apenas 7 y 5 años (léalo bien). Estamos frente a una verdadera tragedia, frente a un cuadro de horror, un auténtico Guernica, que nos impacta con gritos de dolor ahogados por el silencio y encubrimiento de los cómplices.
Esta es una historia que se conoce y que, por desgracia, se tolera o, mejor dicho, no se condena con mayor entereza. Los pederastas, los de hábito y los que no lo son, son personas enfermas. Pero los que los protegen y encubren sus maldades tampoco son sanos. Adolecen de una enfermedad terrible, nada menos que la indolencia frente a las víctimas a las que supuestamente les deben lealtad. Estos cargan la responsabilidad de permitir y hacer posible la perpetuación de estos actos monstruosos.
Intento una explicación. En muchos aspectos la Fe Católica es energía vital que se canaliza para hacer obras admirables pero la institución que la ampara, la Iglesia, sufre de la lógica de la burocratización. Aquí me refiero y me amparo en los aportes de la filósofa alemana Hannah Arendt, quien acuñó la tesis de la «banalización del mal» para entender los crímenes que Adolf Eichmann y muchos otros perpetraron contra millones de víctimas durante la segunda guerra mundial. Así, cualquier estructura burocrática se afirma no solamente sobre la misión y objetivos que se traza, sino también sobre los valores que sus miembros le imprimen. Y cuando estos miembros son de inteligencia moral y ética insuficientemente desarrollada, o cuando meramente son débiles de carácter, se rompen los diques que impiden el avance de aguas polutas. De ahí en adelante nos acostumbramos a navegar en un mar turbio y sucio, un mar de obligaciones y procedimientos que cumplimos irreflexivamente y subestimando o ignorando el impacto de nuestras decisiones sobre los demás. Y no nos damos que, al deshumanizarnos a nosotros mismos, deshumanizamos a los demás.
Así como Adolf Eichmann y los esbirros de Stalin cometían barbaridades porque así lo disponían los intereses o valores superiores del Estado Nazi y del Partido Comunista, pienso que los encubridores de la pederastia clerical justifican sus decisiones por el interés supremo de proteger a la Iglesia como institución. Pero qué tragedia, ¿se piensa en las consecuencias de esta decisión? ¿Cómo es posible que la intención de protegerla se anteponga al anhelo de sanación y justicia que reclaman las víctimas? Este es un camino tortuoso que ya se ha transitado antes y la triste consecuencia es que los faroles de la espiritualidad que tanta gente necesita alumbran cada vez menos.
Qué tragedia. La Iglesia que inspira a tanto hombre de bien cobija a otros que no lo son. Los encubridores, por ejemplo. Los encubridores eclesiásticos que no se diferencian de ejecutivos de una empresa que engañan y defraudan a sus clientes. Tampoco se diferencian de banqueros que estafan a sus inversores, ni de médicos que recetan a sus pacientes remedios que no necesitan, ni de oficiales de un ejército que sacrifican a la tropa.
En suma, son epítomes de nuestros tiempos.