Qué interesante lo que sucede actualmente en Perú.
En julio pasado una fiscal que investiga a una banda delincuencial descubre que sus superiores y al menos un juez supremo forman parte de ella. Filtra la evidencia a periodistas de investigación que no trepidan en divulgarla a la opinión pública. Que no se hayan expuesto los hallazgos a través de los canales regulares de la fiscalía es terriblemente relevante, ¿no le parece?
Desde entonces se ha desatado una vorágine de acontecimientos con fuerza de terremoto que remecen la política del país. El desplome de la popularidad de Fuerza Popular, el partido más grande del país, y del Congreso que domina, así como la prisión de su líder Keiko Fujimori, responden a la percepción ciudadana de que son parte o se benefician de un sistema permeado por la corrupción.
Por su lado, el presidente Vizcarra ha leído muy bien esta coyuntura, este hastío ciudadano ante tanto cohecho impune, y por ello los desafía abiertamente. Los ha arrinconado. Sin partido político y sin una bancada congresal efectiva que lo respalde ha definido la agenda política del país cuyo punto prioritario es la lucha contra la corrupción. Su popularidad, en sostenido ascenso, le va a durar lo que dure el respaldo de la opinión pública.
Pero el epicentro de estos cambios sísmicos se encuentra al interior del ministerio público. Ahí se va a definir la suerte de unos u otros. Ahí también, pienso, el nivel de conciencia que subyace en el pensamiento y conducta de los peruanos. Una sociedad dista de lo ejemplar cuando un juez supremo, ante acusaciones por faltas graves, esgrime como mejor defensa que su falta de ética no significó que incurrió en lo ilícito. O cuando el mismo fiscal de la nación, ante serios cuestionamientos de su honestidad, no da un paso al costado para someterse a investigación.
Mucho es entonces lo que está en juego en la pugna feroz que sucede al interior del ministerio público. La sospecha es que hay un número de fiscales lastimosamente comprometidos con la corrupción, otro número que lucha denodadamente contra ella, y un número más que siempre decide qué hacer pendiente de hacia dónde “sopla el viento.” Desconocemos qué grupo va a prevalecer. Hacia dónde vamos.
Pero sí sabemos que, si bien este país se acostumbró a encumbrar a gentes extraordinariamente corruptas, también es cuna de gentes extraordinariamente honestas. De gentes que sin ufanarse desempeñan su trabajo con corrección y que, con su ejemplo, propician corrientes que transforman la ética ciudadana. ¿Será la fiscal responsable del destape que transformó todo una de esas personas?
En caso afirmativo, deje de lado por favor el cinismo y ábrase a la posibilidad de que la fiscal no es un caso excepcional. Le recuerdo los indultos negociados de más de tres mil narco- traficantes durante el segundo gobierno del presidente García. ¿Qué percibe Ud.? ¿La indignante evidencia que confirma, una vez más, que la corrupción es insalvable en este país, que aquí nada brilla, que la enfermedad es incurable? ¿O la evidencia de que hubo muchos policías, fiscales y jueces que hicieron muy bien trabajo y que por ello tres mil narco- traficantes purgaron tiempo en la cárcel? Pienso cómo se habrán desalentado, ojalá temporalmente, al saber que su esfuerzo cívico fue transado mercantilmente por algunos de conciencia ínfima, a la usanza de un mercado persa.
Pero en esta coyuntura actual no debe haber lugar para desalientos. A mi juicio, no importa el número de corruptos y la importancia del cargo que ocupan. Importa más bien, en este país que todavía no se desprende del todo de complejos cortesanos, la entereza del funcionario público honesto para enfrentar al superior cuando percibe que delinque. Importa más que lo pueda enfrentar sin la necesidad de filtrar sus hallazgos a la prensa, sino por los cauces regulares que sancionan las faltas graves de funcionarios importantes. E importa mucho, muchísimo más, que el fiscal probo se sienta respaldado por una sociedad civil vigilante y movilizada.
Su responsabilidad cívica. estimado lector, es lo que verdaderamente importa. Hoy, tal vez como nunca antes. De nuevo, es mucho lo que está en juego: nada menos que el nivel de conciencia que origina las decisiones próximas de fiscales y jueces. La diferencia entre la vigencia normalizada de la corrupción y el empeño de transformar la manera como se imparte justicia. Así cueste poner todo de cabeza. Con tal que entre luz.