Era cuestión de tiempo.
Hace cinco años, en este mismo espacio, lamenté la tolerancia de la sociedad peruana con la corrupción. Una economía en auge, con plata que llegaba a chorros, era suficiente para comprar conciencias y así refrendar la falacia histórica de que la trampa inmoral era parte del ADN nacional. Los peruanos vivían encogidos de hombros, afectos por la desidia y el cinismo mórbido, enfermizo, paralizante, que lacera el alma de un país: “así fuimos, así somos, y así siempre seremos.” Credo que oí proferir, repetidamente, a académicos, profesionales, empresarios, funcionarios públicos, periodistas. Hasta a religiosos.
Era cuestión de tiempo para darse cuenta de que la negrura más espesa no resiste la luz. Bastó que se filtrara a la prensa independiente evidencia de que altas esferas del ministerio público y el poder judicial fungían como mesa de partes al servicio de felones para catapultar a la corrupción como el problema primordial del país. A partir de entonces, un puñado de fiscales, con el respaldo activo de periodistas y colectivos ciudadanos, han emprendido investigaciones que delatan cohechos de políticos, funcionarios públicos, empresarios. Nadie se salva. Ni el fiscal de la nación. Ni el presidente de la federación peruana de fútbol que llevó a la selección al mundial por primera vez en 36 años.
La gente está harta. El presidente Vizcarra ha hecho suyo ese hartazgo y lidera la lucha contra la corrupción. Un señor que cayó de relancina en el cargo y que, notablemente, es huérfano de un partido político y de una bancada congresal que lo respalde. Con todo, este señor se ha montado en la ola de indignación ciudadana y el resultado es la puesta en escena de un nuevo tablero político que hace pocos meses nadie lo imaginó. Así, el índice excepcional de aprobación que al momento goza es inversamente proporcional al repudio que sus dos principales adversarios políticos, Keiko Fujimori y Alan García, despiertan. Dos figuras que nunca han podido aplacar sospechas de que han incurrido, impunemente, en actos indebidos.
Es francamente risible el intento de estos políticos y sus adláteres de colocar problemas ajenos a la corrupción en el centro del debate nacional. No lo logran porque no sintonizan con el sentir ciudadano. Además, se ha desatado un drama interesante que aviva la atención de la gente. Me explico: los peruanos viven y se alimentan de dramas. Buenos o malos, pero dramas al fin. 2018 ha sido particularmente riquísimo en este género. Repasemos: el ex dictador Fujimori indultado y enviado de vuelta a prisión (con escala, hasta el momento, en una clínica); su hija Keiko, mandamás del congreso, jugando a la política a costa del padre y echando del congreso a su hermano; el presidente Kuczynski, “de lujo,” pagando caro su vasallaje a ella con su renuncia; un juez supremo admitiendo que sus sentencias eran lícitas pero no éticas y escapando a España al minuto de levantarse su inmunidad constitucional; la todopoderosa Keiko purgando prisión preventiva por, entre muchas otras razones, tener vínculos con este magistrado. Pero la cereza del pastel, a mi juicio, fue el intento de Alan García, felizmente fallido, de asilarse en la embajada del Uruguay aduciendo ser víctima de persecución política.
El drama del momento es que los dos políticos que hace poco se creían intocables ya dejaron de serlo. Lo bueno es que un buen drama trae consigo lecciones valiosas. Por ejemplo, conductas teñidas de exceso o abuso generan, a la larga, reacciones contrarias de igual o mayor intensidad. Digamos que tanto a la Sra. Fujimori como al expresidente García se les pasó la mano. La Sra. Fujimori, aprovechando su aplastante mayoría congresal, digitó decisiones que muchos percibieron como autoritarias, vengativas e injustas. Y en cuanto a su socio político, lo más que podemos decir es que sus excesos, últimamente, son pintorescos. Si desde que ingresó a la política el Sr. García nunca ha podido desprenderse de percepciones, justas o injustas, de deshonestidad impune, ¿qué lo animó a presidir hace pocos meses un congreso en una universidad limeña sobre la corrupción? Para muchos, por desgracia para él, esto fue demasiado. Sí, demasiado, como su acusación a Vizcarra de encarcelar a Keiko Fujimori y urdir un golpe de estado. O como los epítetos de “rata” que endilga a colaboradores de alto rango que fueron sobornados durante su gobierno (sin manifestar similar indignación con la empresa que instrumentó las estafas contra el país y los sobornos millonarios que se pagaron).
Otra lección valiosa es que el carácter de un gobernante, por más novato que sea, y por más que enfrente circunstancias sumamente adversas, importa mucho. Sin embargo, pienso que su apuesta temeraria de desafiar frontalmente al congreso (léase, a Fujimori y García) nunca hubiera dado frutos sin la presencia de periodistas con la vocación irrenunciable de denunciar y, al mismo tiempo, de educar. He aquí entonces la extraordinaria lección que ofrece un grupo de muy buenos periodistas peruanos: su denuncia de cohechos y la educación que imparten sobre los beneficios que supone ventilarlos en un estado de derecho han dado lugar a un círculo virtuoso que espolea simultáneamente la defensa ciudadana de sus instituciones y el clamor por sanciones ejemplares a los que infringen las normas. El resultado es una renta cívica para el país de valor incalculable.
Dejo al final la lección más importante: la convicción. ¿A qué se deben los logros de Vizcarra? ¿A un olfato de típico político oportunista? ¿O a su convicción de que la corrupción es la lacra que hay que desterrar? El tiempo lo dirá. Pero si verdaderamente tiene convicción puede inspirarse en el espíritu que anima el trabajo de ese puñado de fiscales que, por su compromiso con descubrir la verdad, ha arrinconado a los otrora intocables del país. Incluido el mismo jefe de ellos, el fiscal de la nación, por presuntamente cooperar con personas y organizaciones que delinquen. La verdad es que no conozco fiscalías de otros países donde fiscales anticorrupción desafían públicamente a un jefe con autoridad para removerlos de sus cargos en un santiamén. En el caso peruano, a un fiscal jefe cuya tabla de salvación supone el blindaje por los mismos políticos que su equipo investiga. El lector podrá adivinar fácilmente qué monedas se transan.
Al momento el fiscal de la nación hostiga y obstaculiza el trabajo de los fiscales anticorrupción. La suerte de ellos y de los avances que se han hecho contra la corrupción depende del respaldo de una sociedad civil movilizada. Pronto sabremos si los peruanos están a la altura de este momento que es verdaderamente histórico. Quién sabe, la mejor lección que nos deja este drama está todavía por descubrirse.