Escocia irrumpe en la escena educacional del Perú en 1917 cuando un joven teólogo presbiteriano funda el colegio Anglo Peruano. El año previo había vivido en España y hecho amistad con Miguel de Unamuno, cuyo pensamiento lo influyó decisivamente. Quizás por ello pudo amalgamar, como muy pocos pueden hacer, el pensamiento crítico con el misticismo y el espíritu del misionero. Estas tres vertientes fue la impronta que dejó en los profesores escoceses que lo siguieron, pero para mí es la última que más me llama la atención. Cualquiera de ellos es el excepcional velocista escocés en la película Carrozas de Fuego que en las Olimpiadas de París de 1924 rehúsa a último momento representar a su país porque no acepta correr en día domingo. Es un cristiano de convicciones muy fuertes que también declara su intención de regresar a la China para educar predicando el evangelio.
El Perú fue la China de mis profesores escoceses. Cada día escolar empezaba con el alumnado congregado para escuchar del director la lectura de un pasaje bíblico, un breve sermón, y un llamado a la oración. Esa fue la rutina matinal durante los diez años que pasé ahí, desde los 7 a los 17. La verdad es que el niño entiende casi nada y la mente del adolescente divaga, atormentado por el examen venidero de trigonometría, en sosiego por el recuerdo de escapadas al cine nunca descubiertas, alterado porque el beso con la chica que le quita el sueño le supo a muy poco. Si a las palabras se las lleva el viento, ¿qué fecunda en el alma del joven estudiante?
Nuestros profesores escoceses tuvieron la magnífica idea de organizar campamentos de verano, en el sur de Lima. Ahí donde hoy se levantan las casas de veraneo de limeños que han hecho fortuna, profesores y estudiantes acampaban durante dos o tres semanas para jugar torneos de fútbol, carreras cortas y maratónicas, vóley y otros deportes al aire libre. Las largas zambullidas mañana y tarde en el mar opacaban los juegos de tenis de mesa y ajedrez. Yo asistí a estos campamentos dos años consecutivos, a los 12 y 13 años, y el recuerdo que tengo es imborrable porque en mi memoria el tiempo en cada uno de esos días se detuvo. A las 10 de la mañana tenía la sensación de que había hecho actividades que en otras circunstancias se cubrían en todo un día. La vida nunca la había sentido tan eterna.
Cuando el tiempo no pasa, el alma se abre a la contemplación de vivencias que el vaivén de la vida cotidiana oscurece. Por ejemplo, la agradable sensación del viento marino, el irrespeto de una ola que desmorona las fortificaciones de un castillo de arena, la multitud de estrellas que alumbran la noche y el coro de grillos que le alborotan su silencio. Y también, las parábolas bíblicas que cada día impartían los maestros escoceses y unos pocos peruanos que profesaban la misma fe, estos últimos en general con más convicción y rigor. Un día la homilía encontró tierra fértil, causó impacto, y muy fuerte. Creo que fue porque estaba más alerta que nunca, más proclive a prestar atención a todo lo que escuchaba, ajeno a todo aburrimiento. O porque empezaba a preguntarme qué quería hacer con mi vida. O porque en ese día particular la prédica provino de mi profesor favorito. Lo cierto es que la sentí como una experiencia nueva, una revelación que me hizo ver la luz:
“Quiero saber” – dijo el maestro, dirigiéndose a los niños-muchachos – “quiénes están decididos a dedicarle su vida a nuestro Señor Jesucristo. Los que han aceptado a nuestro Señor como su salvador pueden acercarse a conversar conmigo, uno por uno. Pero antes de hablar conmigo, deben orar, porque cuando oran el Señor está con ustedes.”
Bueno, con un Padre Nuestro es suficiente, porque ya estaba totalmente convencido. Había encontrado mi camino. En cinco minutos estaba sentado frente a él, muy serio.
“Yo he aceptado a Jesucristo como mi salvador.”
“Ah, muy bien. No me sorprendes.”
“Y quiero dedicarle mi vida a Él.”
“Muy bien. ¿Y cómo lo vas a hacer?”
“Voy a estudiar para ser misionero.”
“Es una vida muy difícil y sacrificada.”
“Lo sé y no me importa. Quiero llevar la palabra de Dios al África, Asia, a todo el mundo.”
“¿Estás seguro que ya lo sabes?”
“Sí, absolutamente, ya he tomado mi decisión.”
“No tienes que apresurarte.”
“Pero…”
“Repito: no tienes que apresurarte.”
Le dije, con sabor a leve queja, que él y el mismo fundador del colegio se habían convertido al Señor y entregado al apostolado evangelizador cuando tenían 13 años, mi misma edad. Pero no lo conmoví. Me despidió diciéndome que la vida, en su momento, me diría qué iba a hacer. Misionero o no, lo importante era servir al prójimo, recalcó.
Recuerdo haber salido de la cita sorprendido. Pero paradójicamente a la vez, y sin tener plena conciencia de lo ocurrido, para nada confundido. El pasar de los años me llevó al África y Asia para hacer otras cosas. También para hacerme las preguntas que procuraran un mejor entendimiento de nuestra experiencia. ¿Qué lo inspiró a instarme que no me apresurara y así dejara escapar al recluta? ¿Vio algo en mí que yo aún no sabía? ¿Puso de lado su misión evangelizadora para adoptar el papel del profesor que no impone su parecer en el joven estudiante?
Nunca lo sabré. Sí intuyo, sin embargo, que las experiencias inolvidablemente buenas que marcan el derrotero de una vida parten de espacios que dan lugar a la comunión de almas afines. En tales espacios, las palabras buscan refugio en el silencio intuitivo, impartir conocimiento es importante pero cultivar sabiduría lo supera. La sabiduría que imprime el profundo respeto al semejante, a su condición de ser humano de cualquier edad y cultura. Más que profesor o evangelizador, él y otros profesores escoceses que sembraron mi camino fueron maestros de vida. De sus sermones diarios me he olvidado, pero no del ejemplo del buen educador. De hombres probos dedicados al bien.