Muchos peruanos viven desalentados por la deshonestidad de sus políticos de renombre. No es para menos: desde 1985 a la fecha, prácticamente todos sus presidentes han estado implicados en conductas indebidas. En orden cronológico: uno está preso y condenado, otro está prófugo, un tercero escogió el suicidio antes de ponerse a derecho, su sucesor aguarda juicio por lavado de activos y un último pena prisión preventiva en su domicilio. El Papa Francisco durante su visita a Lima en 2018 acertó: “¿Qué pasa en Perú que todos los presidentes acaban presos?”
No respondo a tal pregunta pero sí postulo que el desaliento fácilmente se hermana con la impotencia o con rabietas inútiles que distorsionan nuestra lectura de la realidad. Vamos, que toda la clase política esté en la picota significa que en el país hay fiscales y jueces que están haciendo bien su trabajo, ¿no es verdad? ¿Y acaso no es esto encomiable? Más aún, con qué facilidad olvidamos que en la historia reciente el país ha tenido presidentes probos y de incólume reputación. Uno de ellos fue Fernando Belaunde Terry.
Nada mejor que una breve anécdota personal para resaltar la calidad humana de este estadista excepcional. Antes de su retorno del exilio, él dictaba cátedra en la Universidad George Washington, mientras que yo empezaba con mis estudios del doctorado en economía política. Porque éramos vecinos, varias veces me llevó en su auto a nuestro centro de estudios. Digamos, con todo respeto, que no era el mejor conductor y que su auto, muy antiguo y no precisamente bien cuidado, mostraba las heridas de sus distracciones cuando al volante.
Un día, al término del semestre académico, me dijo que acababa de dictar su última clase: la decisión ya estaba tomada, regresaba al Perú. Era urgente entonces vender los pocos activos que tenía, empezando por su auto. Un profesor no sabe cómo enfrentar estos detalles de la vida, menos aún si se trata de un ex presidente. Por ello, mi hermano Lucho, personificación de la generosidad, se ofreció ayudarlo, él se encargaría de todos los trámites. A Lucho no le tomó mucho tiempo determinar el precio: cien dólares. Guardo en mi memoria la respuesta del ex presidente: “ya, sea lo que sea, no importa que sean cien dólares.” Y tampoco olvido cuán atónito quedó, su expresión de sorpresa, cuando Lucho le dijo que él debía pagarlos por ser precio de una chatarra que había que remolcar a un cementerio de autos.
Un poco más. Su regreso al Perú coincidió con mi compromiso de matrimonio. Mis activos se limitaban a unos pocos ahorros necesarios para comprar libros, comer y nada más. El departamento que compartiría con mi esposa tenía lo justo y amoblarlo tendría que esperar tiempos más auspiciosos. De mi hermano Lucho vendría la solución: él le compraría los muebles al ex presidente, y estos serían traspasados a mi nuevo hogar. No tengo recuerdo alguno de los precios de esa transacción triangular. Pero sí tengo el pleno convencimiento, hasta la fecha, de que mi esposa y yo recibimos una donación.
Un día, ya instalado en mi departamento amoblado con “reliquias presidenciales”, reflexioné sobre las numerosas conversaciones que sostuve con él. A mi pregunta sobre quién había sido el estadista que más le había impresionado, me respondió de inmediato: Eduardo Frei, el ex presidente chileno que había gobernado su país de 1964 a 1970. El predecesor de Salvador Allende. Sobre este último, a quien yo admiraba, me dijo que discrepaba profundamente con él, con sus ideales y con su programa político.
Pero no con el hombre que había caído en defensa de sus convicciones. La “adquisición” de sus muebles incluyó regalos inesperados, como correspondencia epistolar que tuvo con otros líderes y políticos de la época. Fernando Belaunde era tan prolijo con documentos que ahora tienen un valor histórico como con el cuidado de su vetusto auto. Los que dejó olvidados en los cajones de su escritorio yo ofrecí devolver, excepto el que muestro a continuación:
La hidalguía de un hombre se manifiesta en la desgracia de un adversario. Salvador Allende era presidente del senado de Chile en 1968 cuando Fernando Belaunde fue derrocado por un golpe militar. Fernando Belaunde era en 1973 un modesto profesor exiliado cuando le escribió a la viuda de Salvador Allende con palabras que revelan el alma de un caballero ejemplar. Creo que casi nadie conoce este episodio. Estoy casi seguro que no lo conocen los senadores chilenos que, a su muerte en 2002, le rindieron un emotivo homenaje oficial.
Un homenaje que celebra la decencia y probidad de un gobernante queojalá los peruanos nunca olviden.